Algo que lamento.

De los momentos felices de mi vida hay dos que están por encima de los demás. Y son el nacimiento de mis hijos. Momentos que han quedado marcados en mi memoria llenándome de felicidad, aunque siempre sabiendo que era una enorme responsabilidad y que mi vida nunca más sería igual. Estos pequeños humanos serán para siempre parte de mi vida.

 

Pero, como suele ser habitual en mi familia, ocurrió algo extraño. Cuando nació mi segundo hijo, un día después de su llegada, mientras lo tenía en brazos y observaba todos los detalles de su cara, sus pequeñas manos, oliendo ese olor que tienen los bebes recién nacidos, una voz dentro de mi cabeza me dijo “Seguramente morirá a los 19 años. A menos que logres evitarlo, claro.”.

 

No es algo extraño en mi familia oír voces que hablen del futuro y que con el tiempo resulta que era verdad lo que decían. Muchas veces hemos comentado que de donde vienen esas voces. Con los años hemos decidido que somos nosotros mismos hablando a través del tiempo. Más que nada porque no se nos ocurre nada que tenga más sentido en una situación ya extraña.

 

Así que cuando oí esa voz diciendo eso me asusté. Y mucho. Abracé a ese pequeño ser, mi hijo, mi bebé y le prometí que tendría cuidado. Que no permitiría que la muerte se lo lleve siendo todavía un joven hombre.

 

Años más tarde, le conté está historia a mi hijo y como ya se había dado cuenta que al nacer en mi familia había elegido una un poco extraña, ya que pasan cosas en otros sitios, a otra gente o en el futuro y las sabemos sin explicación lógica, así que no puso mucha resistencia cuando me pidió una moto y le dije que no y que ya sabía porqué. No fui sobre-protector, pero tampoco quería correr muchos riesgos. Y casi sin darme cuenta un día cumplió 19 años.

 

Hice un esfuerzo para no ponerme pesado, pero las motos y el deporte de riesgo o algo peligrosos, no los admitía. Y él tampoco se enfrentaba a mi con estas cosas o seguramente las hacía, pero no me decía nada y así pasaron los meses y un día, después de un viaje de estudios, volvió a casa con fiebre. En principio tratamos la fiebre con paracetamol y mucha agua para beber, pero fue a peor. Al día siguiente le llevamos al medico y le recetó antibióticos. Durante dos días trató de tomarlos, pero los devolvía. Todo esto con episodios de fiebres muy altas. Le llevamos a urgencias del hospital, pero no vieron nada y nos enviaron a casa. Al cuarto día sentía las piernas extrañas y cuando trató de ponerse de pie, no pudo sostenerse y se calló al suelo. Ya no podía levantarse. Asustados llamamos una ambulancia y nos fuimos a urgencias. Las pruebas medicas no daban ningún resultado extraño, pero el médico no se fío de ellas y nos envió al hospital central.

 

En mi memoria se ha quedado grabado el ir conduciendo solo por la autopista ya que mi compañera y madre de ese joven, estaba en la ambulancia la cual iba yo siguiendo. Eran las tres de la mañana y llovía mucho. Recuerdo que las luces de emergencia se reflejaban en el asfalto mojado. Luces que gritaban que algo horrible estaba pasando, y que yo debía seguirlas a toda velocidad hacia un incierto y temible futuro.

 

Al llegar al hospital central, le hicieron un escan de urgencia y vieron que tenía la médula espinal inflamada y fue ingresado con mielitis transversal. Una día mas tarde había perdido el control total de sus piernas y dos días después la perdida de sensibilidad y control ya había subido por encima de la barriga y seguía subiendo. El medico que llevaba su caso nos dijo que debíamos empezar a pensar que le perderíamos ya que aparte de la mielitis transversal también tenía encefalitis y todo parecía apuntar que la enfermedad no iba a parar. Cosa que quedo confirmada cuando el médico especialista nos dijo que nos preparáramos ya que en unos cuatro días moriría.

 

Allí estaba yo. En una habitación amplia y nueva que olía a desinfectante, de un hospital recién construido. Mi hijo rodeado de maquinas que con un control absoluto le median todo y le administraban las medicinas que se supone pararían la enfermedad y cada una de ellas con una luz o ruido, marcaban el tiempo al momento inevitable que mi hijo nos dejaría. En esos momentos con una claridad absoluta recordé esa voz que a través del tiempo, me dijo “Seguramente morirá a los 19 años. A menos que logres evitarlo, claro.”. ¿Pero como podía yo evitarlo? Me había preparado para todo tipo de situaciones, pero nunca pensé en una enfermedad. No podía más que observar a mi hijo, mientras la maquina daba otro destello marcando el tiempo que pasaba irremediablemente y yo a pesar de haber tenido un aviso, no podía hacer absolutamente nada.

 

Dicen que el tiempo es relativo al punto de vista del observador, y que es lineal. Que solo viaja en una dirección. Pero cuando en mi familia observamos el tiempo, no vemos un hilo recto, sino que una bola. Se mezcla y toca con sigo mismo en mucho puntos. En uno de esos puntos me envié o enviaron un mensaje de que tenga cuidado, pero no me dijeron como. ¿Si lo hubiera sabido el resultado sería peor? ¿Sería mejor? Nunca lo sabré. Mi hijo ahora es un hombre sabio, humilde y feliz que va en silla de ruedas y que volvió a nacer cuando tenía 19 años.

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Comentarios

1 Comentario

  1. Ana

    Emotivo y emocionante, tocando el alma al sentimiento de guarda y cuidado de ser madres y padres

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